Bombear dióxido de carbono bajo tierra para evitar el calentamiento atmosférico es factible, pero sólo si se cumplen ciertas condiciones.
Robert H. Socolow
Cuando William Shakespeare tomaba aire, 80 moléculas de cada millón que entraban en sus pulmones eran de dióxido de carbono. Hoy, 380 moléculas de cada millón que inspiramos son de dióxido de carbono. Esa proporción asciende unas dos moléculas por año.
Se desconocen las consecuencias exactas de este aumento de la concentración de dióxido de carbono (CO2) atmosférico, los efectos que nos esperan a medida que ese gas vaya abundando más en el aire en las décadas venideras. La humanidad está realizando un experimento con el mundo. Se sabe que el dióxido de carbono está calentando la atmósfera, calor que se propaga al mar y eleva su nivel. Se sabe que el CO2 absorbido por el océano está acidificando el agua. Pero no existe un conocimiento exacto de cómo se alterará el clima en todo el globo, con qué rapidez subirá el nivel del mar, qué consecuencias tendrá un océano más ácido, qué ecosistemas continentales y marinos serán más vulnerables al cambio climático y cómo esas variaciones afectarán a la salud y el bienestar humanos. El camino que seguimos nos está trayendo un cambio climático más veloz que nuestra capacidad de calibrar sus consecuencias.
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