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A primera vista, la escena guarda semejanza con tantas otras que se producen a diario en el sur de Afganistán, en la «zona roja» devastada por la guerra: dos helicópteros Black Hawk descienden sobre una ladera, cerca de la frontera sur con Pakistán. Al aterrizar, marines estadounidenses armados con fusiles saltan a tierra. Pero con ellos bajan también geólogos ataviados con cascos y pesados chalecos de cerámica.
«En cuanto desciendes, asumes tu función como geólogo, casi te olvidas de que estás rodeado por marines», dice Jack H. Medlin, director de las campañas del Servicio de Inspección Geológica de EE.UU. (USGS) en Afganistán.
El equipo de Medlin ha realizado numerosas misiones en helicóptero, que no duran más de una hora para evitar que las fuerzas hostiles dispongan de tiempo para organizarse y bajar. Un intervalo fugaz y acuciante para los geólogos, que en condiciones normales necesitarían días para muestrear y cartografiar un área con detalle. Las formaciones rocosas que contienen elementos químicos deseados, como oro o neodimio, suelen hallarse intercaladas entre otras rocas de menor interés. Todas ellas se depositaron en el pasado y, a lo largo del tiempo, se plegaron, quedaron enterradas y volvieron a aflorar, por lo que hoy aparecen dispersas en diferentes puntos, tal vez en barrancos muy erosionados o en las laderas opuestas de un valle profundo. Seguir su rastro exige experiencia, concentración y resistencia física. Los marines saben que sus protegidos buscan pistas como sabuesos, así que el círculo humano sigue los pasos de los científicos.
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