La exposición a altas presiones puede dañar el organismo y producirle incluso la muerte. Poco a poco, los fisiólogos van desentrañando los mecanismos subyacentes.
Aquella madrugada del verano de 1988, el helicóptero bajó en picado de un cielo negro de azabache. Lo aguardaba una camilla de nuestro servicio hiperbárico del hospital clínico de Duke en Durham. El paciente, un abogado de 42 años que estaba de vacaciones, presentaba un exantema en el abdomen y sopor. Por lo que conocíamos ya de su caso, sospechábamos que también tenía burbujas en el cerebro.
Siete horas antes, al final de la tarde, había vuelto a superficie después de su segunda inmersión diaria y se sentía bien. Cuarenta y cinco minutos más tarde desarrolló cefalea y empezó a encontrarse mareado, con problemas para andar y una suerte de hormigueo en el abdomen. Su visión, según sus propias palabras, comenzó a "obnubilarse". Sintió náuseas. De vuelta al hotel, se perdió, empezó a hablar de un modo ininteligible y, durante un rato, no reconoció a su novia.
Octubre 1995
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