Comencé a angustiarme conforme se acercaba la primera semana de diciembre. No se trataba, por supuesto, de la oscuridad ni de la llovizna de Boston que precede a la nieve. Esos días terminaba el plazo para remitir los resúmenes de las contribuciones al congreso anual de marzo de la Sociedad Norteamericana de Física, el congreso de la física de la materia condensada. Mi compañero Allan Widom y yo habíamos creado en 1986 una técnica experimental que medía la fuerza de rozamiento que una película de un átomo de espesor sufre al deslizarse sobre una superficie sólida plana. Pero no encontraba yo dónde clasificar mi resumen sobre la fricción a escala atómica en la miríada de categorías temáticas de la reunión de marzo.
No es que no se investigase el rozamiento. Siempre se me había recibido bien en las sesiones dedicadas a la fricción macroscópica o la ciencia nanométrica de la multidisciplinaria Sociedad Norteamericana del Vacío. Si embargo, a la corriente principal de la física no parecía entusiasmarle el tema. Casi unánimemente, se atribuía el origen del rozamiento a algo que tuviera que ver con la rugosidad de las superficies. Siendo un fenómeno tan universal, y considerada su importancia económica, cabría esperar un mayor interés. (De acuerdo con las estimaciones, si se les prestase mayor atención al rozamiento y el desgaste los países desarrollados se ahorrarían hasta el 1,6 por ciento de sus productos nacionales brutos, nada menos que 116.000 millones de dólares en los Estados Unidos, sólo en 1995.)
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