Mientras se avanza en el desarrollo de vacunas contra la malaria, la enfermedad puede combatirse mediante mosquiteras, insecticidas y nuevos fármacos. La aplicación de esas medidas dependerá de la prioridad que se asigne a la erradicación de la epidemia.
C. Panosian Dunavan
Hace tiempo en Gambia, en el Africa occidental, Ebrahim, un niño de dos años, estuvo a punto de morir de malaria. Decenios después, el doctor Ebrahim Samba recuerda lo ocurrido cuando se mira al espejo. Su madre, que había enterrado ya a varios hijos cuando él enfermó, le hizo un corte en la cara en un último y desesperado intento de salvarle la vida. El niño no sólo sobrevivió, sino que, además, llegó a convertirse en director regional de la Organización Mundial de la Salud para Africa.
¿Qué salvó a Ebrahim Samba? Por supuesto, nada que guardara relación con la escarificación ¿Fue acaso la cepa del parásito que le invadió el torrente circulatorio? ¿Su constitución genética o inmunitaria? ¿Su estado nutricional? Tras siglos de lucha contra la malaria y después de vencerla en una parte extensa del mundo, quedan todavía muchos interrogantes por despejar. ¿Qué determina que viva o muera un niño caído en las garras de esta plaga? Todavía hay esperanza. A partir del examen de supervivientes de la malaria y del seguimiento de otras pistas, los expertos trabajan en el desarrollo de vacunas. Otras medidas ocupan ya las primeras líneas de defensa: mosquiteras empapadas de insecticida y otros sistemas antimosquito, así como nuevos fármacos basados en una planta medicinal de la farmacopea tradicional china.
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