¿Tienen las plantas inteligencia y sensibilidad?
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Imaginamos la botánica como un campo de científicos risueños, tan risueños como las plantas nos lo parecen. Pero también entre los botánicos se cuecen habas. La discusión ha llegado a su campo como consecuencia de las declaraciones formuladas por Stefano Mancuso, profesor de la Universidad de Florencia y director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal. En Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, su obra más exitosa, asegura que las plantas son inteligentes y sensibles: «Se comunican e intercambian información, duermen, memorizan, cuidan de sus hijos, tienen su propia personalidad, toman decisiones e incluso son capaces de manipular a otras especies». Casi nada. Evidentemente, hay aquí una dosis de atrevimiento, y es que Mancuso y los neurofitólogos se enfrentan a la opinión común y al buen juicio ordinario. Más aún, se enfrentan a muchos de sus colegas, algunos de los cuales han mostrado su discrepancia a través de un manifiesto publicado en Trends in Plant Science. Para los 36 científicos firmantes, los defensores de la neurobiología vegetal «malinterpretan los datos y caen en teleologías, antropomorfizaciones, filosofizaciones y especulaciones absurdas», en lo que hay no poco de acritud, y hasta una forma muy poco cortés de enjuiciar la labor de la filosofía. Intentemos comprender el asunto.
Es bien conocida la imagen evangélica de los lirios: «no trabajan ni hilan». Los lirios —las plantas en general— son el emblema de la existencia despreocupada y bella, pero también de la existencia estúpida y dormida. Tan difundida está la imagen, que parece cierta sin que lo sea. Fascina, y esa fascinación procede de su vigencia multisecular, a la que la ciencia y la filosofía contribuyeron durante largo tiempo. La idea de la gran cadena del ser y el dibujo piramidal de la naturaleza, dos tópicos de amplísima aceptación, nacen en la Grecia clásica. Y desde entonces, las plantas han aparecido en el intermedio entre los animales y los minerales. Según este esquema, el pulgón o la oruga, no menos que el elefante o el hipopótamo, se situarían lejos de la grosera existencia de las piedras; por contra, las plantas se alojarían en vecindad con lo inorgánico y, en consecuencia, en inquietante proximidad con una naturaleza estéril, pasiva y roma.
Los dos tópicos se encontraban en pleno apogeo cuando Descartes promovió una forma de ontología gris. Y también un siglo más tarde, cuando Linneo irrumpió en el mundo de la botánica. Interesado como lo estaba en clasificar y nombrar las plantas, dejó de lado lo que pudiera estorbar a su objetivo. Los pigmentos coloreados de las flores, el sabor y perfume vegetales, los negaba sin miramientos en su Philosophia botanica de 1751: «Toda diferencia [de especie] necesariamente se debe tomar del número, situación, figura y proporción de las varias partes de las plantas». Lo demás importaba poco. Y fueron disposiciones de esta naturaleza las que perpetuaron el desalojo de los rasgos subjetivos (color, olor o sabor entre ellos), sin los que, por cierto, la botánica desbarataba la preciosa oportunidad de comprender las plantas en su universo de relaciones con otras plantas y animales. Nada sorprendente entonces que los naturalistas del XVIII convirtieran en sus objetos de predilección a los herbarios, allí donde la planta, despojada de sus elementos periféricos, muerta y felizmente mineralizada, mejor exhibía su diferencia. Como seres relativos, los vegetales no interesaban, y ni la inteligencia ni la sensibilidad podían adivinarse en criaturas que solo importaban recortadas de otras formas de existencia colindantes.
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