El polígrafo, el vetusto "detector de mentiras", no mide pensamientos, sino tan sólo ciertas consecuencias fisiológicas indirectas de los pensamientos (la presión arterial, el ritmo respiratorio, entre otras) que pudieran indicar que el sujeto está mintiendo. El resultado son tanto los falsos positivos (respuestas veraces juzgadas falaces) como los falsos negativos (mentiras aceptadas por verdades). Hace mucho que los tribunales de justicia consideran que los datos de los polígrafos deben rechazarse. En su proscripción por el Consejo Nacional de Investigación de los EE.UU., se le describía como "instrumento romo", sin valor apenas para desenmascarar a delincuentes, espías o terroristas.
La idea de examinar directamente la actividad cerebral para distinguir la verdad de la mentira se remonta unos 20 años, cuando J. Peter Rosenfeld, de la Universidad Noroccidental, observó una curiosa peculiaridad en el electroencefalograma (EEG), un registro que proporciona un mapa de las señales eléctricas del cerebro detectadas en la superficie del cráneo. Se sabía ya que la onda P300 la evocaban señales curiosas; por ejemplo, al oír el propio nombre citado dentro de una lista de otras palabras. Rosenfeld descubrió que también se daba al mentir. Este investigador se dedica en la actualidad a cartografiar la onda P300 por todo el cuero cabelludo, tratando de obtener suficiente resolución espacial para mejorar la sensibilidad del test.
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