La investigación médica ha comenzado a prestar atención a los efectos de la guerra sobre la salud mental de la población civil.
Los Jémeres Rojos habían ejecutado a toda su familia. La paliza recibida la dejaron inconsciente sobre los cuerpos de sus seres queridos. Cuando mi primera paciente camboyana me contó esta historia con todo lujo de detalles en 1981, mi reacción inicial fue de rechazo. No podía ser cierto. Parecía irreal, como si se tratara de una escena sacada de una película de terror. Mi instinto me decía que no debía darle crédito.
Aquel sentimiento mío era un ejemplo de lo que el novelista Herman Wouk ha llamado "la voluntad de no creer". Este tipo de respuesta es una reacción frecuente ante los relatos de crueldad humana y de sufrimiento emocional, y una de las razones por las que los líderes políticos, los que trabajan en ayuda humanitaria e incluso los psiquiatras no han sido capaces de apreciar la profundidad que encierran los traumatismos de la guerra. Suele parangonarse con una cinta elástica. La guerra es el infierno, pero nosotros pensamos que, una vez que el conflicto ha terminado, los afectados volverán a la normalidad. Permanecerán las lesiones físicas, pero la ansiedad y el miedo que acompañan cualquier situación amenazante para la vida deben desaparecer, en cuanto cesa el peligro inmediato. El público, en general, mantiene la misma actitud. En esencia, el mensaje desde el mundo exterior a las víctimas de la guerra ha sido: Resiste, que esto pasará.
Agosto 2000
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