Un bosque de árboles mellados y retorcidos que surgen de la superficie del mar, raíces ancladas en fango profundo, negro y maloliente, copas verdes que se elevan hacia un sol deslumbrante, y con insectos zumbando por todas partes. Estas son las primeras impresiones que un visitante recibe conforme se acerca a uno de los paisajes habituales de las costas tropicales: un manglar. Tierra y mar se entretejen allí donde la línea que divide el océano y el continente se difumina. En este entorno, el biólogo marino y el ecólogo forestal deben trabajar en los límites extremos de sus disciplinas respectivas.
Hace tiempo que los naturalistas tratan de definir, en términos ecológicos adecuados, el ambiente de un manglar. ¿Se trata de una forma extrema de arrecife coralino o de un bosque costero inundado? Si se compara con las áreas forestadas tropicales del interior de algunos continentes (que pueden albergar hasta 100 especies de árboles en una sola hectárea), un manglar resulta insignificante, monótono y depauperado. La entera costa del Indopacífico, que es bastante rica, sólo puede presumir de unas 40 especies de mangle, los árboles típicos de los manglares. En el hemisferio occidental sólo hay unas ocho especies de mangle. Y de este pequeño conjunto, sólo tres especies son realmente comunes.
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