En la primavera de 1999, empujados por las fuerzas serbias, alrededor de un millón de albano-kosovares huyó de sus hogares en pocos días, buscando refugio en países vecinos. En aquellas fechas era yo una recién licenciada en medicina, a quien encargaron de triar la riada de refugiados enfermos o heridos que llegaban sin cesar a un puesto de socorro médico improvisado en los gélidos barrizales de la tierra de nadie, entre Kosovo y Macedonia.
Vi llegar a millares de hombres, mujeres y niños, que habían alcanzado la frontera como mejor habían podido: a pie, en camión, en auto, en carreta de tiro o en brazos de otros refugiados. Su número desbordaba la capacidad de los escasos y agobiados funcionarios de Naciones Unidas para identificarles. Muchas familias se habían visto bruscamente desmembradas en el caos de la expulsión. Cruzada por fin la frontera y malamente instalados en campos de refugiados, padres y madres, desesperados, dejaban donde podían notas de papel con el nombre y la descripción de sus niños desaparecidos.
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