Las personas invidentes y las que ven se sirven de muchos recursos similares cuando representan en dibujos esquemáticos los objetos de su ambiente, lo que parece indicar que hay estrechas conexiones entre la vista y el tacto.
Mi primer encuentro con Betty, una adolescente ciega de Toronto, se produjo en 1973. Andaba yo recogiendo datos para un próximo estudio mío sobre la percepción táctil. Betty había perdido la vista a los dos años, demasiado pequeña aún para aprender dibujo. Por ello, me asombró que me dijese que le gustaba dibujar los perfiles de sus familiares. Antes de empezar a ocuparme de los invidentes, siempre había pensado yo en los dibujos como copias del mundo visible. No dibujamos sonidos, sabores o aromas; dibujamos lo que vemos. Daba, pues, por sentado, que los invidentes tenían poco interés por las imágenes o escaso talento para crearlas. Pero, según me lo revelaron aquel día los comentarios de Betty, estaba yo muy equivocado: basándose en su imaginación y en su sentido del tacto, Betty disfrutaba trazando sobre el papel los rasgos distintivos del rostro de las personas.
Me intrigó tanto aquella habilidad de Betty que quise averiguar si también otros ciegos podrían hacer fácilmente buenas ilustraciones y si esos dibujos tendrían alguna afinidad con los de la gente que ve. Además, esperaba descubrir si los ciegos podrían interpretar los símbolos comúnmente empleados por los videntes. Para introducir al invidente en el liso mundo gráfico de quienes gozamos de vista, me ayudé de varios instrumentos, como maniquíes, figuras de alambre y, lo más a menudo, modelos de dibujo con las líneas rehundidas, que me fueron proporcionados por la Organización Sueca de Ciegos. Estos modelos son, en sustancia, unas placas duras cubiertas con una capa de caucho y una fina lámina de plástico: presionando esta última con la punta de un bolígrafo se pueden trazar líneas rehundidas
Marzo 1997
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