Estos dispositivos constituyen los detectores de campos magnéticos más sensibles que hay. Sus aplicaciones van del diagnóstico de tumores cerebrales a la contrastación de la relatividad.
Una batería de detectores dispuesta en torno a la cabeza de un paciente con epilepsia focal capta mínimas fluctuaciones del campo magnético y señala con precisión dónde se halla la lesión a la que se debe el trastorno. Una barra de aluminio de cinco toneladas suspendida en una cámara de vacío a una temperatura próxima al cero absoluto espera la minúscula perturbación que indicaría la llegada de una onda de gravedad procedente de una supernova. Un solitario instrumento instalado en Baja California registra sutiles variaciones del campo magnético, para que los geofísicos localicen en el subsuelo una fuente potencial de energía geotérmica.
Mediciones tan dispares son posibles gracias al llamado SQUID, acrónimo —que coincide con la palabra que en inglés significa calamar— de superconducting quantum interference device, dispositivo superconductor de interferencia cuántica. El SQUID, que capta cambios del campo magnético, es el detector más sensible de que se dispone. No conoce mayor limitación que la que le imponen efectos cuánticos inherentes. Se ha convertido en el dispositivo superconductor de pequeña escala más usado. Sin ser invento reciente —en 1993 cumplió treinta años—, su acceso experimentó una auténtica revolución, con el advenimiento de los superconductores de alta temperatura a finales de los ochenta gracias a los cuales los SQUID pueden operar en nitrógeno líquido a unos 77 kelvin (–196 grados centígrados) mientras que los construidos a partir de los superconductores corrientes, funcionan sólo a temperaturas cercanas al cero absoluto.
Octubre 1994
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